28 de julio de 2009

los aurones

El otro día, vete tú a saber porqué, nos pusimos a ver por internet un capítulo de Los Aurones. Miento; en realidad sí que sé el porqué. Queríamos enfrentarnos de nuevo a esa serie infantil, esta vez desde nuestra condición de adultos. La experiencia fue tal y como esperábamos. La serie sigue resultando igual de cutre y bizarra, pero con veintidós años más (que se dice pronto), toma un carácter un tanto kitsch que hace que resulte más entrañable que entonces.

Los Aurones se emitió por primera vez en 1987, en TVE1. Contaba las aventuras de unos personajillos medievales, los aurones, que vivían felices en su aldea cultivando sus campos y fabricando cacharros de oro hasta que el malvado Rey Grog decide que, para que los aurones empleen el oro en eso, mejor se lo queda él. A partir de ahí, empezará un tira y afloja entre los aurones y el rey: que si ahora me llevo yo el oro, que si lo recuperamos, que si nos vuelven a atacar, que si nos libramos otra vez.

Como toda serie de aventuras y enfrentamientos que se precie, en Los Aurones había un bueno, buenísimo, y un malo, malísimo, cada uno respaldado por su correspondiente compañero fiel. En el caso de los aurones (los buenos), el héroe era Tejo, un muchacho que al grito de "¡Zas, zas, lanza rayos!", convertía a los malos en frutas (algo de lo más normal). Su compañero era Poti-poti, una especie de dragón barrigón. Capitaneando a los malos estaba el rey Grog, quien encargaba el trabajo sucio a Gallofa, el súbdito más tonto y torpe de todo su reino. Sobra decir que Tejo siempre ganaba y que Gallofa terminaba cada capítulo convertido en fruta . La de niños que por esa época tuvieron que cargar con los motes de Poti-poti o Gallofa. A poco que fueras gordete o tonteras, te caía el correspondiente de los dos.

La serie, producida por D'Ocon Films (artífices posteriormente de otra serie de animación llamada Los Fruittis, con el mismo toque cutre marca de la casa), enganchó pasivamente a una parte de la población infantil y despertó el espíritu crítico de otra, quizá de la que se acercaba un poco más a la adolescencia. Yo, con once años por aquel entonces, me posicioné inconscientemente en esa segunda parte. Cada vez que veía la serie me preguntaba cómo podían haber diseñado unos muñecos (eran marionetas) tan feos, con esas caras deformes y ese colorido parduzco, y unos personajes tan ridículamente extraños. Había niños que se asustaban nada más verlos, pero también otros que los disfrutaban embelesados. Ayer, cuando volví a ver un capítulo de la serie, me lo volví a preguntar. Pero, esta vez, con una sonrisilla en la cara.




14 de julio de 2009

el segundo bofetón

Esta mañana he descubierto la noticia de la muerte del bebé de la primera fallecida por gripe A en España. Rayán, que así se llamaba, había nacido por cesárea a los siete meses de vida, en un intento por salvarle a él visto que la vida de su madre, Dalila, pendía de un hilo. Al final, Dalila falleció pero Rayán consiguió sobrevivir y, lo que es más importante, no había sido contagiado por su madre. La muerte de Dalila había supuesto un golpe fortísimo para el padre de Rayán, Mohamed, pero veía en su hijo el legado de su mujer y eso le daba, al menos, una esperanza para seguir adelante.

Sin embargo, ayer Mohamed tuvo que enfrentarse de nuevo a un bofetón de esos que a veces te da la vida, pongas o no la otra mejilla. Rayán fallecía en la unidad de neonatos del hospital Gregorio Marañón de Madrid a causa de una neglicencia médica. Rayán no se había rendido. Él hubiera sido capaz de seguir adelante, pero la fortuna, la mala en este caso, no se lo había permitido.

Mohamed estaba convencido de que su mujer había sufrido una negligencia médica (hasta cuatro visitas al hospital necesitó Dalila, embarazada de siete meses, para que la ingresaran) pero Rayán le ayudaba a seguir adelante. No puedo dejar de pensar que a Mohamed este segundo bofetón le tiene que doler de manera difícilmente soportable.

Pienso en Dalila, en Mohamed, en Rayán, en su familia, y pienso en esa enfermera de veintipocos años que, en su primer día en la UCI de neonatos, quiso alimentar al pequeño Rayán y se equivocó. Pienso en todos ellos, en lo que cada uno de ellos debe de estar sintiendo, y me siento incapaz de albergar empáticamente todo ese dolor. Porque hay veces que la empatía es humanamente imposible.