11 de septiembre de 2011

10 años desde el 11-S

Hace diez años, esta imagen dejó de existir. El ataque a las Torres Gemelas, su caída y la situación que se vivió después en la ciudad de Nueva York y, por extensión, en el resto del mundo, como un gran tsunami seco que nos arrastró a todos, son unas de las imágenes y momentos que más grabados se han quedado en mi memoria y, supongo, que en la de todos aquellos que tuvieron la posibilidad de vivirlos como espectadores de algún modo.

El 11 de septiembre de 2001, alrededor de las 3 de la tarde hora española, yo estaba sentada en el sofá de la casa de mis padres, por entonces todavía mi casa, viendo el Telediario. No recuerdo porqué pero estaba sola. Ana Blanco presentaba el informativo. En Antena 3 hacía lo propio Matías Prats. Lo sé porque, al enterarme de la noticia, cambié a este canal quizás para intentar confirmar que lo que contaba Ana Blanco no podía estar sucediendo en realidad. Pero sucedía. Ahí, delante de mis ojos, en ese mismo instante. Recuerdo que me encogí sobre el sofá agarrada a un cojín y lloré. Mucho. Constantemente. Pero sin apartar la vista del televisor ni un solo instante. Sabía que lo que estaba viendo era real, pero algo dentro de mí me obligaba a no creérmelo. Supongo que era algo así como un instinto de supervivencia, una voluntad de mantener la inocencia y la fe en el ser humano, de no permitirme ver ese lado cruel y sádico de las personas. Porque enseguida supimos que eso había sido obra de personas como nosotros. No fue la Naturaleza, no fue la mala suerte, no fue un error desafortunado. Fuimos nosotros. Ya había tenido esa sensación otras veces, ante otras situaciones trágicas, pero nunca con esa intensidad.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que decidí a llamar a mi pareja. Estaba de vacaciones con su familia en el extranjero y no sabía si se habría enterado. Además, habían cerrado el espacio aéreo y por lo tanto su regreso, a los pocos días, también estaba en duda. Sí se habían enterado. Creo que viendo las televisión en una cafetería. Hablamos un poco y quedamos en seguir en contacto. No quería perder detalle de lo que estaba sucediendo ante mis ojos pero tenía hora para la peluquería a las seis de la tarde y tenía que marcharme. Yo, que voy a la peluquería como mucho un par de veces al año, justo tenía hora ese día. Podía no haber ido, y me lo planteé, pero la cita me la había pedido mi suegra casi como un favor en una peluquería en la que hay días de espera y, no sé si por mi sentido de la responsabilidad o porqué, pensé que no podía hacer quedar mal a mi suegra y dar plantón al peluquero. Soberana tontería, lo sé, pero en ese momento, ante semejante tragedia, este conflicto cotidiano y banal ganó la partida. No se me pasó por la cabeza que, quizás, el peluquero estuviera tan absorbido por el acontecimiento como yo y que acudir a nuestra cita pudiera fastidiarle tanto a él como a mí. Simplemente pensé que tenía un compromiso y que debía cumplir con él. Es posible que, de nuevo, fuese un mecanismo de defensa. La necesidad de agarrarme a la vida cotidiana para evadirme un poco de tanta barbarie. No lo sé. Fui a la peluquería, donde, por supuesto, no se hablaba de otra cosa, regresé a casa y volví a colocarme frente al televisor. Horas y horas, hasta que ya no pude más.

Diez años después, las imágenes de entonces siguen impactándome tanto como entonces. Las cifras siguen dándome escalofríos. Estuve en las torres años antes de la tragedia. Estuve en la Zona Cero años después. Y espero tener la oportunidad de volver.

¿un límite al fraude fiscal?

Foto: Europa Press

Meses han pasado desde mi última entrada. Y en estos meses, muchas cosas. La principal de ellas que ya no somos tres en casa sino cuatro. Es fácil entender entonces que mi tiempo para actualizar el blog se haya limitado bastante. A pesar de eso, el mundo ha seguido girando a mi alrededor y yo he sido consciente de sus giros, reflexionando, sorprendiéndome o indignándome a cada vuelta.

Hubieran podido ser muchas las reflexiones que me hubiera gustado recoger aquí; la que voy a comentar ahora no es, por lo tanto, la más importante ni la más interesante, probablemente, pero es la que ha llegado en un mínimo momento de relax.

Se refiere a unas declaraciones de Cayo Lara, coordinador de Izquierda Unida, que escuché recientemente. Según Lara, en la propuesta de reforma de la Constitución referente a la limitación del déficit público debería incluirse también un artículo para limitar el fraude fiscal al 0,4%.

Quizás no entienda bien la sugerencia del señor Lara pero, así de primeras, me parece una incongruencia. No creo que pueda limitarse por ley, y muchísimo menos incluir en la Carta Magna, la ejecución de un delito. Porque el fraude fiscal es un delito, si no ando yo muy despistada. Esta propuesta es algo así como decir "Señores, dejen ustedes que se cometa un delito pero en una cantidad pequeñita, una cosita que no llame mucho la atención". O "Señores, defrauden ustedes pero poquito, para no llegar al 0,4% del Producto Interior Bruto".

Por poner un ejemplo algo bárbaro, es como si se limitase el número de mujeres que pueden ser asesinadas a causa de la violencia machista a, por ejemplo, un 0,4% de la población femenina del país mayor de 18 años. Las siete primeras mujeres, hala, le salen gratis al Estado y a los asesinos; por la octava, hay que pagar. Total, siete mujeres se le pueden "despistar" a cualquiera. Pues no. Las mujeres no deberían ser asesinadas por sus maridos o parejas y el fraude fiscal debería ser cero. Ni mucho ni poco. Cero. Y la Constitución debería estar para lo que debería estar.

Fuente: Europa Press