Hace diez años, esta imagen dejó de existir. El ataque a las Torres Gemelas, su caída y la situación que se vivió después en la ciudad de Nueva York y, por extensión, en el resto del mundo, como un gran tsunami seco que nos arrastró a todos, son unas de las imágenes y momentos que más grabados se han quedado en mi memoria y, supongo, que en la de todos aquellos que tuvieron la posibilidad de vivirlos como espectadores de algún modo.
El 11 de septiembre de 2001, alrededor de las 3 de la tarde hora española, yo estaba sentada en el sofá de la casa de mis padres, por entonces todavía mi casa, viendo el Telediario. No recuerdo porqué pero estaba sola. Ana Blanco presentaba el informativo. En Antena 3 hacía lo propio Matías Prats. Lo sé porque, al enterarme de la noticia, cambié a este canal quizás para intentar confirmar que lo que contaba Ana Blanco no podía estar sucediendo en realidad. Pero sucedía. Ahí, delante de mis ojos, en ese mismo instante. Recuerdo que me encogí sobre el sofá agarrada a un cojín y lloré. Mucho. Constantemente. Pero sin apartar la vista del televisor ni un solo instante. Sabía que lo que estaba viendo era real, pero algo dentro de mí me obligaba a no creérmelo. Supongo que era algo así como un instinto de supervivencia, una voluntad de mantener la inocencia y la fe en el ser humano, de no permitirme ver ese lado cruel y sádico de las personas. Porque enseguida supimos que eso había sido obra de personas como nosotros. No fue la Naturaleza, no fue la mala suerte, no fue un error desafortunado. Fuimos nosotros. Ya había tenido esa sensación otras veces, ante otras situaciones trágicas, pero nunca con esa intensidad.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que decidí a llamar a mi pareja. Estaba de vacaciones con su familia en el extranjero y no sabía si se habría enterado. Además, habían cerrado el espacio aéreo y por lo tanto su regreso, a los pocos días, también estaba en duda. Sí se habían enterado. Creo que viendo las televisión en una cafetería. Hablamos un poco y quedamos en seguir en contacto. No quería perder detalle de lo que estaba sucediendo ante mis ojos pero tenía hora para la peluquería a las seis de la tarde y tenía que marcharme. Yo, que voy a la peluquería como mucho un par de veces al año, justo tenía hora ese día. Podía no haber ido, y me lo planteé, pero la cita me la había pedido mi suegra casi como un favor en una peluquería en la que hay días de espera y, no sé si por mi sentido de la responsabilidad o porqué, pensé que no podía hacer quedar mal a mi suegra y dar plantón al peluquero. Soberana tontería, lo sé, pero en ese momento, ante semejante tragedia, este conflicto cotidiano y banal ganó la partida. No se me pasó por la cabeza que, quizás, el peluquero estuviera tan absorbido por el acontecimiento como yo y que acudir a nuestra cita pudiera fastidiarle tanto a él como a mí. Simplemente pensé que tenía un compromiso y que debía cumplir con él. Es posible que, de nuevo, fuese un mecanismo de defensa. La necesidad de agarrarme a la vida cotidiana para evadirme un poco de tanta barbarie. No lo sé. Fui a la peluquería, donde, por supuesto, no se hablaba de otra cosa, regresé a casa y volví a colocarme frente al televisor. Horas y horas, hasta que ya no pude más.
Diez años después, las imágenes de entonces siguen impactándome tanto como entonces. Las cifras siguen dándome escalofríos. Estuve en las torres años antes de la tragedia. Estuve en la Zona Cero años después. Y espero tener la oportunidad de volver.
El 11 de septiembre de 2001, alrededor de las 3 de la tarde hora española, yo estaba sentada en el sofá de la casa de mis padres, por entonces todavía mi casa, viendo el Telediario. No recuerdo porqué pero estaba sola. Ana Blanco presentaba el informativo. En Antena 3 hacía lo propio Matías Prats. Lo sé porque, al enterarme de la noticia, cambié a este canal quizás para intentar confirmar que lo que contaba Ana Blanco no podía estar sucediendo en realidad. Pero sucedía. Ahí, delante de mis ojos, en ese mismo instante. Recuerdo que me encogí sobre el sofá agarrada a un cojín y lloré. Mucho. Constantemente. Pero sin apartar la vista del televisor ni un solo instante. Sabía que lo que estaba viendo era real, pero algo dentro de mí me obligaba a no creérmelo. Supongo que era algo así como un instinto de supervivencia, una voluntad de mantener la inocencia y la fe en el ser humano, de no permitirme ver ese lado cruel y sádico de las personas. Porque enseguida supimos que eso había sido obra de personas como nosotros. No fue la Naturaleza, no fue la mala suerte, no fue un error desafortunado. Fuimos nosotros. Ya había tenido esa sensación otras veces, ante otras situaciones trágicas, pero nunca con esa intensidad.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que decidí a llamar a mi pareja. Estaba de vacaciones con su familia en el extranjero y no sabía si se habría enterado. Además, habían cerrado el espacio aéreo y por lo tanto su regreso, a los pocos días, también estaba en duda. Sí se habían enterado. Creo que viendo las televisión en una cafetería. Hablamos un poco y quedamos en seguir en contacto. No quería perder detalle de lo que estaba sucediendo ante mis ojos pero tenía hora para la peluquería a las seis de la tarde y tenía que marcharme. Yo, que voy a la peluquería como mucho un par de veces al año, justo tenía hora ese día. Podía no haber ido, y me lo planteé, pero la cita me la había pedido mi suegra casi como un favor en una peluquería en la que hay días de espera y, no sé si por mi sentido de la responsabilidad o porqué, pensé que no podía hacer quedar mal a mi suegra y dar plantón al peluquero. Soberana tontería, lo sé, pero en ese momento, ante semejante tragedia, este conflicto cotidiano y banal ganó la partida. No se me pasó por la cabeza que, quizás, el peluquero estuviera tan absorbido por el acontecimiento como yo y que acudir a nuestra cita pudiera fastidiarle tanto a él como a mí. Simplemente pensé que tenía un compromiso y que debía cumplir con él. Es posible que, de nuevo, fuese un mecanismo de defensa. La necesidad de agarrarme a la vida cotidiana para evadirme un poco de tanta barbarie. No lo sé. Fui a la peluquería, donde, por supuesto, no se hablaba de otra cosa, regresé a casa y volví a colocarme frente al televisor. Horas y horas, hasta que ya no pude más.
Diez años después, las imágenes de entonces siguen impactándome tanto como entonces. Las cifras siguen dándome escalofríos. Estuve en las torres años antes de la tragedia. Estuve en la Zona Cero años después. Y espero tener la oportunidad de volver.
2 comentarios:
La gran pregunta sería si en estos diez años el odio y el rencor entre los pueblos a disminuido o por el contrario a aumentado.
Esperemos que los dirigentes políticos acorten las diferencias que ellos han creado durante décadas y décadas.
Abrazos y saludos afectuosos!
Lo más triste es que, friamente, ha sido mucho peor, en términos de sus consecuencias,la respuesta que desde EEUU se ha dado al ataque que el propio atentado en si mismo.
Una muestra, un análisis puramente económico:
http://flowingdata.com/2011/09/08/cost-of-911/
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