Desde el domingo por la noche hasta hoy por la mañana he sufrido de dolor de cabeza, sensación de nausea y mal estar general, que se suele decir. No quiero echarle la culpa al asado con patatas con el que nos obsequió mi madre el domingo al mediodía con motivo de la celebración de su cumpleaños porque eso estaría muy feo, pero es cierto que a partir de ese momento mi cuerpo se rebeló.
Como mi madre es una santa y todo lo que cocina es una delicia, le echaré la culpa a lo que le hubiera echado la culpa mi médico de cabecera: a un virus que corre por ahí y que, al igual que a mí, está afectando a mucha otra gente (que eso es lo que siempre me dice el médico). El famoso virus de las 24 horas.
Nadie lo ha visto jamás, porque no se le ve venir, pero es el presunto culpable de todos nuestros males gástricos. Tampoco sabemos si es uno o trino, como si fuera un castigo del Señor, si quien ataca es siempre el mismo o si forma parte de un ejército organizado de virus tocapelotas.
La cuestión está en que a mí viene a visitarme cada dos por tres, unas veces después de haber comido carne, otras después de haber comido pescado, y, efectivamente, permanece conmigo jodiéndome el día durante 24 horas. Luego se va y, si te he visto, no me acuerdo. Mejor, por supuesto. Lo que me fastida es que, en cualquier momento, se planta en mi estómago otra vez y eso sí que no. En un año habrá venido a verme tres o cuatro veces, así que, en mi caso, ya pasa de ser el virus de las 24 horas a convertirse en el virus cuatrimestral, como la declaración del IVA. Con la diferencia de que por desgravarme, yo no me desgravo ni 300 gramos. Una lástima.
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