Hoy he entrado en una farmacia a comprar unas pastillas que me ha recetado el médico. La farmaceútica estaba atendiendo a una chica de unos treinta y poco años, algo obesa y no muy arreglada, que la escuchaba apoyada junto al mostrador. Yo, unos metros por detrás, he seguido su conversación discretamente. En un espacio reducido como ese pocas opciones hay de no echar oreja, la verdad.
La joven preguntaba a la farmaceútica por las instrucciones de uso de un espray para el olor de pies que, al parecer, acababa de adquirir.
- Entonces, ¿me lo doy en los pies y ya está?
- Sí, pulverizas bien sobre el pie.
- Y dice que éste es más fuerte que el otro, ¿no?
- Bueno, es más cómodo que el de polvos.
Al estar hablando de pies y de un espray para combatir su olor, la mirada se me ha ido a los pies de la muchacha. Llevaba unos zapatos de suela de goma de aspecto bastante humilde que, efectivamente, no tenían pinta de dejar transpirar muy bien al pie que llevaran dentro. En ese momento he pensado en lo absurdo que resultaba que una chica así, que por el aspecto no parecía disponer de muchos recursos económicos, tuviera que comprarse unos zapatos malos y baratos y, seguidamente, un espray que cuesta casi seis euros para contrarestar sus efectos.
Después de pagar, la joven ha abandonado la tienda con su espray dentro de una bolsita de esas minúsculas y flojas de farmacia que luego no sirven para nada, y yo he ocupado su lugar en el mostrador. Inmediatamente he notado el olor. No era un olor a pies. Era un olor a no haberse cambiado de ropa en bastante tiempo. He llegado a la conclusión de que la culpa no era de los zapatos o, al menos, no toda. Aunque quizá el olor que estos camuflaban era aún peor. Lo que estaba claro es que la joven hubiera ganado más gastándose los seis euros en jabón. Y mi nariz, también.
No hay comentarios:
Publicar un comentario