El viernes pasado tuve mi primera experiencia de contacto directo con el baile español. Y con contacto directo quiero decir que, por primera vez, acudí al teatro a ver un espectáculo de este tipo. Aunque salí zapateando y gritando tacatá entre palmas, dista mucho el día en el que me dé a mí por ponerme los zapatitos de tacón y taconea. Y que conste que no es por falta de ritmo, que de eso sí que tengo, sino por falta de tiempo, que no se puede hacer de todo en esta vida.
Sin embargo, es difícil que, tras ver un espectáculo de este tipo, y a poco que te guste el baile, no se te pase esa idea por la cabeza varias veces durante los diez primeros minutos posteriores a la bajada del telón. "Nos tendríamos que apuntar a clases de baile español"-comentas así por lo bajini entre los amigos asistentes, a ver si alguno te sigue el hilo. Pero enseguida vuelves a la realidad de tus circunstancias. Sucede como cuando ves Roland Garros en la tele, que te entran unas ganas tremendas de ponerte a dar raquetazos pensando que, en cuanto cojas la raqueta, vas a soltar drives como los de Nadal.
Además de darme ganas de taconear, el espectáculo me gustó mucho. Aunque la primera línea del programa, en la que se explicaba de qué iba la cosa, no ayudaba demasiado a crear expectación: "Este espectáculo carece de cualquier línea argumental", decía más o menos. Y tenía razón; no se contaba una historia, pero ni falta que hacía. Baile, cante, música. Un cuerpo de baile, dos bailaores invitados y la estrella de la compañía, Sara Baras. Palíndromo.
Me emocionó en ocasiones, me impresionó en otras. Qué arte con los pies, y qué arte con las manos.
Y también hizo que vinieran a mi cabeza unas cuantas dudas existenciales de estas absurdas que sirven para pasar el rato pero, casi nunca, para facilitarnos la existencia si se resuelven.
Por ejemplo:
¿Un calvo puede ser bailaor de flamenco?
Guitarrista está claro que sí, que la Baras lleva a dos, pero bailaor... Antonio Canales tiene pelo... Joaquín Cortés, también... Antonio Gades lo tenía... Farruquito... Rafael Amargo... hasta Ernesto Neyra tiene pelo. Aunque ese no sé si vale porque lo que no está claro es que sea bailaor.
Desde luego, los dos bailaores invitados de la Baras tenían pelo, y los miembros masculinos del cuerpo de baile, también. Y no sólo eso, sino que lo tenían largo, además. Greñas, que se dice.
Y hacían con su pelo mojado-engominado así, zis, zas, de un lado a otro entre contorneo y contorneo.
Porque no vale con tener pelo: además hay que llevarlo largo. Y aquí es donde entra la segunda duda:
¿Se puede tener el pelo rizado (no ondulado) y ser bailaor de flamenco?
Pues sí. Al menos, en la compañía de Sara Baras. Aunque también es verdad que la genética había obsequiado al bailaor en cuestión con rizo de este prieto (pelopolla, para entendernos), alejándole de ese modo de los caminos del Heavy Rock. Eso sí, no es lo mismo el zis, zas de la cabellera lisa o ondulada que la de pelopolla: la primera se mueve ligera, anárquica, ondulante; la segunda se mueve en plan cola de castor, toda de una vez y de arriba a abajo. Plof-tacatá-plof-plof-ele...
La tercera duda; ¿cuántos trajes iguales tiene esta gente? ¿O en cada espectáculo llevan un modelo distinto? Porque anda que no sudan ni nada. ¿Acaso la compañía tiene un servicio de limpieza tan eficiente que le tiene limpios y planchados todos los trajes de una función a otra?
¿Se hacen los zapatos a medida?
¿O se colocan algo dentro para que no les baile el pie, por contradictorio que parezca, y no les hagan rozaduras?
¿Por qué nunca antes me había hecho estas preguntas?
¿Habrá alguien más en el mundo o, al menos, entre los espectadores de la representación, que estén perdiendo el tiempo como yo pensando en estas tonterías?
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